Ya se acercan Las Luchitas en Ixcatán, lo que significa que
las vísperas de los Tastuanes están a la vuelta de la esquina, y yo no estoy
ahí. Es por eso que mientras escucho música en alemán, para ver si se me pega
algo de ese idioma complicado, y el ruido del tren que pasa fuera de mi casa,
recuerdo la sensación de entusiasmo y alegría, que se siente al caminar por las
calles de Ixcatán junto con los santos, Pedro y Pablo, en las manos de los
fiesteros de cada año. Los fiesteros y los santos siempre por delante y toda la
muchachada detrás de ellos. Por supuesto la tambora que no falta desde el año
2009, cuando fue que después de muchos años, exactamente no sé cuántos, los
músicos de la tambora antigua volvieron a tocar.
Ese 2009, fue la primera vez que viví el día de San Pedro y
San Pablo, la primera fiesta de Ixcatán,
en la que realmente pude sentirme parte de esa unidad y alegría que rodea por completo
todas las fiestas tradicionales de Ixcatán. Irónicamente y aunque mis raíces
están ahí desde que nací, fue hasta los 18 años cuando descubrí la magia de
formar parte de una fiesta en el pueblo
de Ixcatán.
Acompañada por mis compañeros de la universidad y ahora
amigos, nos dirigimos, después de perder el camión de las 8 de la mañana, hacia
Ixcatán. Ni mis amigos ni yo sabíamos qué esperar, sólo nos emocionaba la idea
de ver cómo la tradición cobra vida y dicho sea de paso también la comida
comunitaria.
El camino hacia la presa acompañados por la música de la
tambora y una garrafa de agua ardiente, la cual se pasaba de boca en boca entre
los próximos Tastuanes, sólo fue el principio de lo que vendría después. Frente
a la presa la gente formó un gran círculo, en su mayoría jóvenes y niños; la
tambora siguió tocando, los santos fueron colocados en una de las piedras
grandes de la presa y bañados con agua de la presa por las manos de Expitación,
mejor conocida como Amparo, para pedirles un buen temporal de lluvias. Mientras
ellos permanecían ahí, se convocó el inicio de las luchitas.
Un niño comenzó a
caminar alrededor del círculo agitando sus puños con dinero en el aire y
buscando un retador para las tan esperadas luchitas. Cuando por fin lo
encontró, cada uno tomó a su contrincante de las presillas de su pantalón y
mientras que uno empujaba hacia el lado izquierdo, el otro lo hacia el lado
contrario. El ganador de la primera ronda recibió dinero a cambio, los
siguientes ganadores recibieron dinero o un gallo como premio.
“No le digas a mi
abuelo que me luché”, me dijo mi prima después de haber pasado a la mitad del
círculo y “lucharse”. A pesar de lo que pueda pensar mi abuelo, ahí las
luchitas son para quien lo desee, sin importar si es mujer u hombre, niño o
adulto, pero eso sí, siempre con un contrincante de su mismo sexo y tamaño.
Ese día la comida fue especialmente buena, la recuerdo ahora
con añoranza, pues aquí siempre hace falta esa convivencia que sólo se tiene
cuando se come frijoles, mole y tortillas con agua de Jamaica o de ciruela.
A dos días de que se cumplan cuatro años de aquella primera
vez, escribo esto, primero a petición de mi padre y después para tener en
palabras ese día, que hasta ahora que lo escribo me doy cuenta de cuánto
significa para mí aquel lunes 29 de junio de 2009.
Zariá Casillas
10:11 p.m. Köln, Alemania
27 de junio de 2013